jueves, 10 de febrero de 2011

Guerrero: sin comida ni democracia

Miguel Ángel Granados Chapa 

Guerrero es uno de los estados más pobres de la República. Sus varias carencias lo tienen al final de la lista de las entidades: de un total de 3.4 millones de habitantes según el censo del año pasado, su población económicamente activa suma 1.3 millones de personas, pero al 31 de diciembre de 2010 sólo 145 mil personas estaban afiliadas al IMSS. Por ello 1.8 millones de personas no tienen acceso a servicios de salud (Jorge Chávez Presa, El Universal, 29 de enero). Y ya no digamos los índices de las diversas clases de pobreza, entre ellas la alimentaria, que se ubican entre los peores del país.

Las pésimas condiciones de vida de los guerrerenses corresponden a su atraso político. En los ochenta años recientes la normalidad institucional se ha visto afectada por cuatro veces en que se “disolvieron los poderes”, la deformada fórmula constitucional con que los presidentes deponían a gobernadores desafectos o incómodos. Una vez, cuando ya no era bien vista esa receta, un gobernador tuvo que renunciar, amén de otro que murió en el desempeño de su cargo.

Los guerrerenses, cuya vida no es mejorada por acciones gubernamentales, se han interesado poco por el gobierno, y no acuden a votar. Sus altos niveles de abstención permitieron durante largo tiempo que el voto se manipulara hasta extremos escandalosos. En la elección del primer Rubén Figueroa, en 1975, el gobierno de Echeverría quiso recompensarlo por el desajuste emocional que le provocó ser secuestrado cuando estaba en campaña, y le regaló una elección casi unánime: sin rival al frente, se le atribuyeron 583 mil 371 del total de 583 mil 887: sólo hubo medio millar de disidentes, contrarios a ese amigo del Presidente que ejerció el poder, como antes ocurría y como ocurrió también después, con mano dura.
 
Por eso en Guerrero se ha recurrido a las armas en mayor medida que a los votos. Amén de otros actos de violencia política (como los que han dirimido conflictos entre grupos de poder), en Guerrero se han gestado más alzamientos organizados que en ninguna otra entidad en el medio siglo reciente. Dos veces al menos pretensiones de organización popular fueron reprimidas y provocaron que sus dirigentes tuvieran que refugiarse en la sierra y desde allí practicaran la opción guerrillera. Genaro Vázquez Rojas había fundado la Asociación Cívica Guerrerense, que en su nombre enunciaba su propósito, pero fue aprehendido porque el gobernador Raymundo Abarca Alarcón, que rigió a Guerrero de 1963 a 1969, tenía presente que el general Raúl Caballero Aburto había sido depuesto por el presidente López Mateos en 1961 a partir de una revuelta civil, y no estaba dispuesto a padecer la misma suerte. Lucio Cabañas, a su vez, se remontó después de que se pretendió aprehenderlo sólo por organizar el descontento de padres y maestros en Atoyac de Álvarez, y no le quedó más que trocar ese modo de participar en la vida pública por el uso de las armas.
 
La muerte de ambos dirigentes y la desaparición de sus intentos guerrilleros no impidieron que se buscara repetir la tentativa. En Guerrero se presentó en público por primera vez el Ejército Popular Revolucionario, que desde su aparición en 1996 no ha dejado realizar acciones militares, aunque desde 2008 se ha comprometido a observar una tregua en espera de que fructifiquen esfuerzos por presentar con vida a dos de sus militantes, sujetos de desaparición forzosa en Oaxaca en 2007.

La lucha contra la guerrilla de Lucio Cabañas y su Partido de los Pobres y su Brigada de Ajusticiamiento intensificó la represión a las actividades políticas de la oposición y la disidencia. Guerrero fue un espacio principal de la guerra sucia emprendida por el gobierno de Echeverría para acabar con la protesta armada. Se emprendió esa batida sin reparar en límites legales. Está en curso, por la lentitud renuente del Estado mexicano a cumplirla, la ejecución de la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos sobre Rosendo Radilla. Su caso ejemplifica y sintetiza la naturaleza del combate militar a la población: en 1974 fue detenido por un comando del Ejército, en presencia de su hijo, y no se supo nunca más de él. La fiscalía especial para investigar las acciones ilegales de fuerzas castrenses y policiales en esa década recibió denuncias y halló indicios de decenas de acontecimientos semejantes, aunque no pudo documentarlos al punto de convertirlos en piezas de acusación contra sus perpetradores.
 
La violencia de autoridades locales o federales contra personas en Guerrero no pertenece al más remoto pasado. Hace no más de cinco lustros que el gobernador José Francisco Ruiz Massieu y quien fuera su cuñado, el presidente Carlos Salinas de Gortari, ostentosos de su modernidad y de la que querían imprimir a sus acciones, practicaron o admitieron también esa violencia, especialmente contra miembros del naciente Partido de la Revolución Democrática. Y en 1995 un intento de protesta pacífica emprendido por campesinos inermes fue enfrentado por la policía estatal con tanta rudeza innecesaria que murieron 17 personas. No a causa de ese exceso, sino porque se descubrió que lo era (un video donde se aprecia la artera agresión en el vado de Aguas Blancas fue difundido por Ricardo Rocha entonces todavía en Televisa), obligó al presidente Zedillo a pedir a la Suprema Corte una investigación constitucional sobre el suceso, y a pedir a su amigo, el segundo Rubén Figueroa, que se marchara. (Por cierto, convendrá que Zedillo explique a quién se refirió en Davos cuando anunció que “vamos a ganar”).
Salvo esa sanción política, a la postre ningún autor intelectual o material de esa matanza recibió castigo penal. Tal impunidad propició que en 1998 fueran objeto de un ataque semejante, éste a cargo de militares, activistas de desarrollo social. En campaña contra el Ejército Revolucionario del Pueblo Insurgente (ERPI, una temprana disensión del EPR), tropas federales dieron muerte a 11 personas, reunidas en una escuela de la comunidad de “El Charco”, en el municipio de Ayutla de los libres. Oficialmente se determinó que cuatro de las víctimas eran miembros del ERPI. Las restantes padecieron, según la terminología en boga hoy, un daño colateral.
 
Reprimidos y pobres, los guerrerenses quieren saber lo menos posible del gobierno y por eso no votan. En las dos elecciones federales más recientes el abstencionismo fue muy elevado: 68 por ciento en los comicios legislativos del año antepasado. Ni siquiera el activismo de Andrés Manuel López Obrador en 2006 logró una mayoritaria participación social, pues apenas votó el 45 por ciento de los integrantes del padrón.
 
La ausencia ciudadana es mayor en elecciones locales. Fue de 48 por ciento en la jornada de 2005, cuando Zeferino Torreblanca derrotó al priísta Héctor Astudillo y ascendió a 51 por ciento tres años más tarde. En esos comicios fue elegido diputado Armando Chavarría, que de ese modo comenzó su aproximación al gobierno del estado, como candidato del PRD. Su proyecto empezó a concretarse cuando se convirtió en líder de la legislatura local, un espacio apropiado para hacer conocer su creciente distancia del gobernador Torreblanca, de quien había sido secretario de Gobierno, para diferenciarse de un programa político cuya ejecución había decepcionado a los votantes, que sufragaron por él en espera de un cambio que nunca se produjo.
 
Pero Chavarría fue asesinado el 20 de agosto de 2009 sin que, como es típico en Guerrero y en este gobierno, se conozca a los autores de la agresión aunque se supongan sus móviles. Ausente de la escena el candidato natural, las fuerzas del dividido PRD, especialmente la encabezada por el propio Torreblanca, se trenzaron en una lucha interna que se resolvió del peor modo posible, la selección de un priísta como candidato. Y no un priista cualquiera, sino el senador Ángel Heladio Aguirre Rivero, que fue gobernador interino a la caída de Figueroa.
 
De modo que, sin alternativas reales, llegan hoy los guerrerenses a las urnas. Es de temer que acudan pocos, no sólo porque los candidatos y los partidos no les digan nada, sino por temor. La violencia política tiñó de sangre las campañas, y las calles de las grandes ciudades y los caminos de todo el estado son escenario de ataques mortales del crimen organizado que nadie parece capaz ya no digamos de impedir y castigar sino siquiera de contener.

miguelangel@granadoschapa.com
http://www.vanguardia.com.mx/guerrerosincomidanidemocracia-641999-columna.html

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